Los misterios de Justina Jones by Elly Griffiths

Los misterios de Justina Jones by Elly Griffiths

autor:Elly Griffiths
La lengua: spa
Format: epub
editor: Maeva Ediciones
publicado: 2022-01-19T11:00:40+00:00


Cuando se fueron a la cama, la nieve ya casi había alcanzado la altura de las ventanas de la planta baja. Se apiñaron en la ventana del fondo del dormitorio, que tenía las mejores vistas sobre las marismas.

—Vamos a quedarnos aislados por la nieve muchos días —expuso Eva.

—Es muy bonito —dijo Stella. Y, mirándolo objetivamente, la escena sí era bonita: la suave capa blanca centelleaba con la luz de la luna; la torre seguía allí, erguida, oscura y siniestra, con los copos de nieve haciendo torbellinos en torno a sus almenas. Pero Justina no se sentía muy objetiva. No podía quitarse de encima el mal presentimiento que le inspiraba la nieve. Y no era solo porque Rose seguiría llevando aquel gorro de piel y su capa al día siguiente.

Al menos las Lechuzas cayeron dormidas bastante pronto, agotadas por la emoción. En cuanto estuvo segura de que ninguna estaba despierta, Justina se deslizó fuera de la cama, abrió la puerta muy calladamente y avanzó por el pasillo.

No se oía ni un ruido. Era como si la nieve de fuera hubiera tendido una capa de silencio sobre el colegio. Justina intentó que sus pies tampoco hicieran ningún ruido y evitó los listones que crujían, moviéndose como uno de los fantasmas de Nora. Al menos esa vez no tendría que salir fuera. Lo único que tenía que hacer era llegar al rellano y coger las escaleras del servicio que llevaban a la parte de arriba. Pero cuando llegó al final del pasillo, se detuvo. Pisadas, suela de goma y un caminar firme.

La celadora.

Justina se aplastó contra la pared. Si la celadora la veía, tendría que fingir que era sonámbula. Pero entonces las pisadas se detuvieron y oyó a la celadora decir:

—¿Qué está haciendo usted aquí?

Contestó una voz de hombre

—Quería ver la nieve desde el Torreón Norte. —Habría reconocido ese acento francés sobreactuado en cualquier parte.

—No se puede ir al torreón —dijo la celadora—. Está cerrado.

—Mis disculpas. Bonne nuit.

¡Ah, bonne nuit! ¿A quién estaba intentando engañar? Justina pensó que la celadora tampoco se lo había creído. Oyó cómo rezongaba poco después, cuando regresaba a sus dependencias (¡gracias, Dios mío!), que estaban en la puerta inmediata a la enfermería. Justina esperó hasta que las pisadas de monsieur Pierre desaparecieron en la lejanía, antes de avanzar por el rellano. Pero justo cuando estaba junto a la puerta que conducía a la escalera por la que se subía al ático, a los pies del Torreón Norte, oyó que alguien bajaba la escalera de piedra a toda velocidad. ¿Y ahora quién será?

Se escondió tras unas cortinas. No era lo mejor, pero era lo único que podía hacer. La puerta se abrió y, a través del terciopelo raído, vio a la señorita De Vere, con abrigo y sombrero, y con gesto muy serio. La directora se detuvo, tan cerca de ella que pudo oler su perfume, pero enseguida se fue; pudo escuchar los tacones de sus botas traqueteando al bajar las escaleras.

¿Dónde iba la directora? Si Dorothy había escrito



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